Cuando nada tiene sentido: cómo los estados emocionales confusos nos empujan a repetir conductas adictivas
- Ps. Daniela Cifuentes
- 13 jul
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 16 jul
¿Alguna vez has sentido que todo da igual? Que no importa lo que hagas, nada cambia. A veces, ese estado no se siente como tristeza intensa, sino como un vacío. Un “meh” existencial. Esto puede parecer pasajero… hasta que nos damos cuenta de que estamos repitiendo ciertas conductas para no sentir eso.
Aquí es donde muchas personas se enganchan con conductas adictivas, sin siquiera darse cuenta.
Hay momentos en los que las emociones se vuelven un enredo interno difícil de nombrar. Sentimos desgano, pero no sabemos si es tristeza, cansancio o aburrimiento. O aparece una ansiedad vaga, sin causa clara. A veces decimos que “la vida no tiene sentido”, pero sin poder explicar de dónde viene esa sensación. En psicología, entendemos estos estados como momentos de hipoactivación emocional, donde no hay claridad interna ni activación saludable del circuito de recompensa. El cuerpo y el cerebro no encuentran dirección, y por eso comienzan a buscar alivio o estímulo inmediato.
Desde la mirada gestáltica, estos son momentos donde se interrumpe el contacto genuino con la experiencia. Hay algo que no logramos sentir completamente, y eso bloquea nuestro acceso a la necesidad real. Desde la neuropsicología, es como si el sistema de regulación emocional entrara en una especie de niebla: no hay amenaza clara, pero tampoco placer. Y en ese terreno incierto, buscamos gratificación instantánea para no quedarnos atrapados.
Esto es clave para entender por qué se disparan ciertas conductas adictivas. No solo hablamos de sustancias: también puede tratarse de relaciones, redes sociales, pantallas, compras, comida o trabajo excesivo. En muchos casos, no se trata de placer, sino de escape.
Desde un enfoque cognitivo-conductual, las conductas adictivas pueden entenderse como respuestas aprendidas frente a emociones que se sienten insoportables o inentendibles. En otras palabras: cuando no entiendo lo que me pasa, hago algo que me distraiga o me calme rápido. Se activa el sistema dopaminérgico del cerebro, generando una ilusión de alivio y control momentáneo. Es un parche. Una forma de evitar sentir.
Pero esto no ocurre en el vacío. El entorno también cumple un rol importante. Desde la mirada sistémica, muchas personas han crecido en ambientes donde no se valida lo que sienten, donde se espera que siempre estén bien, o donde se normaliza el escape constante. En esos contextos, no solo es difícil identificar lo que se siente: también puede volverse peligroso expresarlo. Por eso, cuando alguien empieza a repetir una conducta adictiva, a menudo lo hace en silencio. Y ese silencio se convierte en una cárcel emocional.
Ahora bien, desde lo transpersonal, estos momentos de vacío pueden leerse de otra forma. No como un fallo o una crisis sin salida, sino como una pausa incómoda donde el ego se queda sin respuestas. Y ahí surge una pregunta más profunda: ¿qué sentido quiero construir más allá de lo que me enseñaron que era la vida?
Para que esa pregunta emerja, hay que sostener la incomodidad sin anestesiarla. No es fácil. Pero es justamente ahí donde puede empezar una transformación real.
Reconocer cuándo el “no sé qué siento” se vuelve crónico, hacer pausas intencionales para escuchar el cuerpo, nombrar aunque sea con duda lo que se experimenta, o buscar acompañamiento si se repiten patrones de escape… todo esto puede ser el primer paso. Porque cuando dejamos de tapar el vacío, empezamos a descubrir lo que verdaderamente necesita ser habitado.

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